Oikema almeriense
Texto extraído del catálogo de Paco de la Torre: Imagen en diferido: 2022, pp. 228-235.
Sujetando un bolígrafo con la yema de su dedo índice, lo presiona sobre un papel una y otra vez deslizándolo hasta que un dibujo se construye. Uno improvisado. Una telaraña, pero también una vieira del Camino de Santiago y un cometa cuyas líneas se disipan como puntos de fuga que pierden la fuerza por la boca, que se dejan llevar, que son ladrillos rompiendo vidrieras. Un gesto que hacemos todos, pero distinto porque es suyo y lo ha corroborado. Uno que le surge, que recuerda a esos juegos que un párvulo hace cuando esta aburrido. Aburrido en el colegio, aburrido en clase, aburrido hablando por teléfono probando si aún le queda tinta a su pluma atómica, mientras uno conversa, mientras ve la tele o en ponencias universitarias, donde acostumbra a sacar su libretita casi a oscuras. Un dibujo parecido a este:
Fue el primer gesto gráfico que vi de Paco, dibujado en vivo y en directo durante una tutoría insonorizada entre paredes transparentes dentro de la biblioteca de la facultad, un día perdido en febrero de 2020. En aquella pecera, sumergido en lo que hacía de niño, ahora como adulto, me explicó una constante que urge ya de sus primeros trabajos. La memoria y el hacer de memoria, un fantasma que mora en la cuenca de nuestros ojos, cuya mirada imita y confunde. Y ya que la obra de De la Torre linda en ese cerco difícil de acotar, quisiera dedicar las siguientes palabras improvisadas, recordando su visita al taller, nuestra última conversación entre cervezas y patatas fritas anterior a esta exposición, una mañana estrenando julio de 2021.
Me dirigía al entramado medieval del Carmen, hacia un edifico discreto de fachada estrecha entre calles estrechas, como sus escaleras, a cuya cima subí, cargando con mi bicicleta a cuestas tras dar mil vueltas por un barrio de un amarillo pastel y tonos más anaranjados, con algunos desconchones y bastantes pintadas, unas más vivas que otras. Paco me recibe en chándal con una camiseta blanca, algo inusual en él o es la impresión que me da. Desde que le conocí siempre le he visto de negro, con sus características poses de esteta, algo estirado, y su ojos muy abiertos... ¡cualquiera hubiese dicho que era andaluz! Él dice que yo le recuerdo a si mismo y viceversa, un síndrome muy extendido entre profesores y alumnos-pelotas que se proyectan entre sí.
Arriba, un espacio diáfano, pulcro y bien iluminado, salvo por un disruptivo dibujo feo, pieza prematura, enmarcado sobre una mesa llena de apuntes junto a uno o dos caballetes blancos. Tras un rápido recorrido visual por mi cuenta, en busca de las revistas porno, del cuerpo descuartizado que uno suele esconder en el sótano o cualquier cosa con la que señalarle, él mismo me saca algunas piezas, como muestra de su trayectoria hacia el cubismo y las vías que este le abrió. No veo fotografías, sólo algunos sketches precariamente colgados en la pared, la única referencia de unos cuadros que parten de un boceto de cabeza, unos esbozos rápidos rescatados de 2010 desde el limbo, del retroceso, del automatismo de un confinamiento anterior a raíz de una fuerte fiebre que germinó en epifanía durante la realización de su tesis doctoral -como prueban algunos apuntes que comparten página con los bocetos aquí publicados. Un pintor que presume de desatender las líneas rectas, de abrazar una primera impronta sucia y descuidada, que no pierde su evocador desaliño, su duende, su proceso más visceral y auténtico. Óleo sobre temple, dos ritmos, dos tiempos, denso y rápido, hueco y lleno. Un amplio rango formal y cromático tan sexual como arquitectónico, dos adjetivos intrínsecos a su proceso. Y todo ello emerge en diferido, un playback, un “juego atrás”, un karaoke hortera cuyo micrófono apunta a la cara del recientemente fallecido Dean Stockwell, un anacronismo que surge como vindicación per se, que abre un diálogo con la tradición y las vanguardias de comienzos de siglo XX.
Y entonces, lo inédito, lo último y, sin embargo, algo que nos devuelve a su pasado.
“Envolventes, tienden puentes tus cuadros”, puentes que son la barra de la boîte que toma una dirección hacia un gas rojo, un desvío hacia el Zapillo, hilos de pesca sumergidos en ríos turbios que desembocan en algún cocktail de estos raros y caros, entre elegantes y cutres, cuyos chorros se transforman en serpientes prietas entre la copa y el sudoroso hielo. Y nosotros nos precipitamos a este ambiente como voyeurs, a salvo en la realidad física, pero incómodos en la realidad de estas imágenes, como espectadores ocultos, curiosos encerrados en esos maltrechos habitáculos de cristal donde uno se masturba oculto tras el espejo espía del interrogatorio policial. Te veo, te ves y no me ves. En blanco y negro, estás en tu coche, un señor chamuscado te pide repetidas veces fuego en un inglés americano, y se mira perplejo, reflejado en tu ventanilla y en la pupila dilatada de tus ojos. Una y otra vez, como esas líneas del primer párrafo. Terciopelo en un cojín con pezones infinitos que pasan a ser pechos, colinas en cuerpos descabezados con pistolas entre las piernas, largos arcos enfermos que clavan sus tacones en un suelo mullido y pegajoso, bañado por cubatas y ácido. Bocas que fuman, aunque esos labios podrían ser párpados, que se distribuyen como nubes, como estrellas, chimeneas que ascienden con una curva sinuosa entre fitomorfias con volumen de cañón y demás alegorías de la vida nocturna, como los tacones o los bolos, en una ciudad cuyas casas son dados gigantes -quizás teletransportadores al tiempo pretérito- en un espacio en el que el cielo pesa, repleto de números siendo quizás los cuerpos -extraterrestres fálicos- letras de un alfabeto encriptado distribuidas en salas victorianas oscuras, muy contrastadas con la apariencia blanca del estudio en el que fueron realizadas. Un lugar en el que debes estar atento, aparentemente tranquilo aparentemente corrupto, con una tan latente como incipiente amenaza, la locura de Frank que repentinamente se dinamita en melancolía y lloriqueos entre las faldas de mamá.
Quizás la respuesta a la pregunta qué se imagina un niño cuando pasa delante de un burdel, tenga que ver con nuestras propias perversiones, intimidades fijadas en negativos proyectados en el interior de estas arquitecturas de neones de mal gusto, tan propias como ajenas. Le comento a Paco lo del muslamen de pollo putero de aquel programa de cocina en el que un vasco gordo contaba un relato, pasadas las luces rojas en el coche de su padre cuando tenía ocho años y sabías que dentro había vicio y había fornicio... ¡Una ilusión del copón! Discoteca Hoango, sala de fiestas almeriense de los 70, una posguerra que sustituye el búnker por el local de alterne como refugio. Desde la apatía interactuamos con esas mujeres cosificadas, esos maniquíes desprovistos de vida (de una buena vida, al menos), muñecos rotos que como monstruos se sobreexponen en los cuadros de De la Torre.
Pero en la efervescencia sexual uno desconoce realmente qué se esconde tras la cortina, o debajo del vestido o del abanico de la geisha donde la puerta es un orificio penetrable, o si de esa suave curva de las caderas por las que viaja una sonrisa, como describe Rilke, cuelgan dientes afilados. Un exotismo racializado, orientalismo vestigio de esa aún latente cultura folclórica y tipismo al servicio de Torrente. La arquitectura toma protagonismo, ya no sólo desde esa fachada como telón, ahora de puertas para dentro, en ese plano que, como aquella ciudad utópica de Ledoux del siglo XVIII, el templo del placer antropomórfico para varones es la principal atracción, un Oikema asiático. La sugestión vence, como la pintura, a la realidad, y por mucha vuelta al origen, los años distorsionan desde el techo hasta el suelo, pasando por los rígidos muros, los liquidan y vierten en los recuerdos fetiches indescifrables, pues, aunque la historia no deba juzgarse, la memoria es selectiva, una autoficción que este proyecto abraza y con la que su creador especula.
En la transición de una verdad posmoderna a una verdad póstuma, en la que además de haber renunciado al futuro, vamos renunciando al presente, y nos preguntamos hasta cuándo, negamos nuestro pasado. Hasta cuándo durarán los recursos energéticos o esa especie en vías de extinción, hasta cuándo cobraré, hasta cuándo estudiaré, hasta cuando vivirán mis padres, hasta cuándo se sostendrá aquel bloque de viviendas, hasta cuándo esperaré, hasta cuándo aguantaré, hasta cuando vendrán más gentes a las ciudades, hasta cuando perdurarán, hasta cuándo dejaré de fumar, hasta cuando viviré, hasta cuando seré recordado... mientras tanto Paco, manteniéndose en sus trece, se dirige hacia cuando. Hacia cuando nacen estas constantes que desde su habitación andaluza un adolescente cultiva un futuro retorno ignorando su entorno, andando hacia atrás como los cangrejos, un input intemporal, como un señor mirando a un crío, un señor que sigue su propia sombra proyectada por las farolas hacia derroteros donde las figuras pierden su nitidez y las pulsiones afloran. Hacia cuando Almería se racionaliza y a su vez se pervierte con la burbuja inmobiliaria. Hacia donde los cigarros son la única lumbre. Hacia interiores adultos claustrofóbicos, doncella de hierro, donde uno no puede, ni quiere, salir, donde el calor es frío, donde el polvo se deposita debajo de los muebles, debajo de la alfombra.
Paco me da las gracias, yo se las doy a él, quizás no en ese orden, Me da un toque en el hombro y me vuelvo a casa en bici, aún un poco borracho.
Sebastián Escudero Ortega, febrero 2022.
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