El Follógrafo. La transgresión hetero, el kitsch involuntario y el temor a poner en valor algo a través de la crítica.
¿La crítica de arte ha muerto? Hablamos de un género entre lo
literario y lo académico, cercano incluso a lo periodístico, que se representa
a sí mismo en una crisis constante (Roberge, 2011, p.441). Eco de ello se hacen
las constantes polémicas en lo que concierne al arte contemporáneo respecto a
la legitimidad de la crítica de arte actual. En un plano metalingüístico, casi
podríamos hablar de una “crítica de la crítica” (Egaña, 2014). En varias
ocasiones a lo largo de la Historia del Arte, campo al que me adscribo en esta
reseña, la crítica ha puesto nombre y apellidos a las sucesivas corrientes
artísticas, sobre todo en lo que concierne a las vanguardias y al Arte Moderno,
marcando hitos y empoderando ciertas figuras que actúan como cromos
coleccionables, obras y autores. Se trata de una época de transición entre la
llamada esfera pública (Habermas, 2002) y lo que denominamos, aún hoy en
día, industria cultural, con sus connotaciones negativas cercanas al entonces
más patente capitalismo. Nos alejamos de unas primeras revoluciones museísticas
que pasan de la colección privada a los primeros museos públicos para más tarde
abarcar la exhibición de arte -la cual llega a convertirse más adelante en obra
de arte en sí- y la más contemporánea presencia de los medios audiovisuales
(Centineo, 2021). Quizás el mayor auge de la crítica de arte haya sido en la
segunda mitad del siglo XX hasta finales de los noventa, en relación con la
mercadotecnia que vencía por primera vez al mercado de los grandes maestros
-según las cifras de The Art Market, An Art Basel &
UBS Report de 2019, el arte contemporáneo y de posguerra fue el
sector más importante de subastas de bellas artes con una participación del 53% del
volumen de las ventas mundiales- y a estos nuevos medios de difusión, con casi celebridades
como Clement Greenberg, Rosalind E. Krauss, Hal Foster o, el más tardío,
Nicolas Bourriaud, por citar algunos ejemplos. Se trata de una era en la que la
crítica de arte se posiciona a la altura del arte en sí, incluso por encima,
llegando a tener mayor valor, influencia y fama la pluma que la espada. De esta
época encontramos iconos pop paradigmáticos como Robert Hughes, quien
llegó a tener su propio programa de televisión para la BBC, The shock of the
new, de gran acogida en los años ochenta como prueba su relanzamiento en
Estados Unidos en 1981 para la PBS y la creación de un nuevo episodio en 2004
con The NEW Shock of the New – How the art world has changed. Este caso
en concreto podría hallar ya un antecedente en Ways of Seeing, una influyente
serie de televisión escrita por John Berger también para la televisión británica.
Volviendo a la crítica en el contexto de la primera mitad de
siglo, en el germen de la crítica moderna frente a una crítica academicista y
conservadora, encontramos quizás el ejemplo más emblemático y paradójico en el
crítico de arte francés Louis Vauxcelles. En 1905, este crítico visita el Salón
de Otoño, un evento o certamen artístico multidisciplinar habitualmente
organizado por instituciones académicas inaugurado en noviembre y escribe una
reseña peyorativa sobre la Sala VII para el periódico Gil Blas publicado el 17
de octubre de ese año.
En él, Vauxcelles hablará de unos pintores que como “fauves” (“fieras”) se presentan ante el público. Transcribiendo su texto, “au centre de la salle, un torse d’enfant, et un petit buste en marbre, d’Albert Marque, qui modèle avec un science délicate. La candeur de ces bustes surprend, au milieu del’orgie des tons purs: Donatello chez les fauves…”. Una cita suficientemente reivindicada por críticos e historiadores como el origen de la todavía vigente nomenclatura del fauvismo. Este fenómeno se repitió cuando Vauxcelles realizó otro comentario tras visitar la galería de Kahnweiler en noviembre de 1908, momento en el que se enfrentó a la emergente obra de George Braque a quien, en contraste con las lisonjas hacia Mary Cassat publicadas en esa misma página el 14 de noviembre, habla de una pintura que “réduit tout, sites figures maisons, à des schémas géométriques, à des cubes”, incidiendo en este último aspecto con futuras reseñas en las que hablando de Marcel Duchamp, señala que “le cubiste traversé ou non par des nus en vitesse, c'est Chocarne-Moreau un peu ‘bu’” (Cabanne, 1963, p. 203).
Fragmento de «Le Salone d'Automne»
publicado en Gil Blas el 17 de octubre de 1905 y fragmento de «Exposition
Braques» publicado en Gil Blas el 14 Novembre 1908, imágenes extraídas del BnF
(Bibliothèque Nationale de France)
La pertinencia de este énfasis introductorio en la crítica, su recorrido y trascendencia, también en respuesta a la pregunta previamente formulada, se debe al punto de inflexión actual respecto a una posible muerte, no de la crítica en general, sino de la crítica peyorativa, hoy en día traducida o reducida a la indiferencia, justificando ese refrán que dicta que la mala publicidad también es publicidad, como magistralmente demostraron los YBAs (Young British Artists) a principios de los noventa en Londres en colaboración con Charles Saatchi. Ante este cómico temor a repetir el modelo Vauxcelles de reivindicación involuntaria optaré por realizar la reseña que presento a continuación sobre la ponencia del pasado 12 de noviembre en el contexto del máster de Investigación y Gestión del Patrimonio Histórico-Artístico y Cultural emitido por la Universidad de Murcia con un personaje ficticio en sustitución al fotógrafo real que vino. Por temor a la trascendencia y por respeto a su vez hacia el ponente, sirva esta reseña como un ejercicio de análisis crítico peyorativo en vías de extinción dentro de un ámbito académico frente la oclocracia generada por la libertad de expresión y producción de crítica en redes y plataformas online, deslegitimadora de los expertos o, mejor dicho, diluyente. Aún así, recurriendo con ironía a esas estrategias de difusión marcadas por el clickbait, el posthumor y el fenómeno del meme, titularemos esta reseña el follógrafo.
Screenshot del enlace de Witnionary a
la palabra “follógrafo”
El papel del follógrafo es inherente a la historia del
arte occidental, dentro del machismo ejercido por la mayoría de sus participes:
el artista, el crítico, el director de museo, el historiador, el profesor… A
pesar de que no es un término de creación propia sino fruto de la necesidad popular
de designar a esos fotógrafos que ejercen su profesión (o afición) con fines
sexuales. Es muy propio de artistas varones cisheterosexuales -aunque se repite
el esquema en otros artistas como el pintor Francis Bacon-, claramente marcado
en el quizás máximo representante, Pablo Picasso, denunciado por otros artistas
como Rafael Agredano. Picasso, en su gran profusión de obras hacía alarde de su
vida sexual con las modelos, de su virilidad y otros aspectos en torno al acto
sexual entendido desde esa perspectiva patriarcal del arte y del erotismo. Es
tal la importancia de este fenómeno que la historiografía ha generado en la
propia pintura una tipología temática recurrente: el pintor y la modelo. Sin
irnos muy lejos, la homónima serie pictórica de tres piezas que el mismo
Picasso realizó en 1963 son signo de esa persistencia aún a los 83 años de
continuar este legado. Otros ejemplos se encuentran en la obra de Salvador
Dalí, Henri Matisse o en la película El artista y la modelo (Fernando
Trueba, 2012). El propio mito de Pigmalión y otros mitos fundacionales de la
pintura y el arte como el mito de Butades, son constructos filosóficos que
adornan y romantizan la finalidad del arte dentro de esta hipótesis, un eterno Noli
me tangere, tocar el objeto de deseo. De hecho, si nos fijamos atentamente
en este episodio de la Vulgata, proveniente del versículo 17 del capítulo 20
del Evangelio de San Juan, y más aún en sus representaciones, María Magdalena
aproxima su mano a Cristo y esa mano tiende a dirigirse a sus genitales
mientras la Santa se postra de rodillas en actitud de sumisión. Este aspecto es
visible en las obras de Giotto, Fra Angélico, Botticelli, Durero, Tiziano, Hans
Holbein el Joven, Antonio Raggi sobre el diseño de Bernini,
Antonio Rafael Mengs e
incluso ya en algunos iconos bizantinos y relieves románicos como el del premonstratense
Monasterio de Santa María
la Real datado del siglo XII. Este fenómeno mitificado del artista y sus
amantes es muy sonado en relaciones de artistas como la de Auguste Rodin y
Camille Claudel -con cuarenta y tres años, el escultor francés ya le escribía
cartas de amor a su “feroz amiga” de diecinueve años (Paris y La Chapelle,
1894, p.254)- o Diego Rivera y Frida Kahlo, quienes se casaron el 21 de agosto
de 1929 con cuarenta y tres años y con veintidós años, respectivamente.
Carta de Auguste Rodin a Camille
Claudel en torno a 1886 propiedad de Agence photographique du musée Rodin -
Jérome Manoukian
Por concluir con este breve estado de la cuestión del
follógrafo, nos centraremos en adelante en el caso particular de esta
reseña. Se trata de un hombre murciano, de camiseta corta y prieta a pesar del
frío, metida dentro de unos pantalones vaqueros. El follógrafo estudió
en Valencia, realizó su tesis doctoral sobre el cortometraje de los noventa y
ahora es profesor universitario con una actitud, según cuentan las malas
lenguas, pedante, y no en el sentido positivo que albergaba el término
en origen, en su connotación pedagógica del “maestro que enseña a los niños”
(De Covarrubias, 1611). La intervención del follógrafo avanzaba
soporíferamente hacia lo que él denominaba “su obra”, una charla inédita, según
comenta, ya que hasta la fecha sólo había presentado encargos, trabajos y
estudios e investigaciones de obra ajena. Trabajos que versan en lo
audiovisual, como director y guionista, de cortometrajes y largometrajes como,
ya previamente comentados por el profesor Juan Francisco Cerón, Me quiere,
no me quiere (2005), Donde te conocí (2010), El Síndrome de Icaria
(2010) o el documental El largo camino hacia el corto (2003). Tras
haberlas visionado, a excepción del documental, confirmo que, al igual que su
producción fotográfica, su producción fílmica es del mismo estilo manido,
inconscientemente decoroso y hasta cursi en un imaginario muy reducido y hasta naif
que recuerda a un trabajo en grupo de instituto. Es curioso de hecho el diálogo
que genera ver estos cortometrajes seguidos, sobretodo El Síndrome de
Icaria, con el que se hace una crítica al arte contemporáneo, y Donde te
conocí, que emplea los mismos recursos discursivos de artistas que se
crítica en el primero, respecto a la narración abyecta e impostada y esa
performatividad abusiva con los desnudos femeninos, reducidos bajo mi punto de
vista a un pretencioso absurdo. Finalmente, este follógrafo hace una
sátira de su propio discurso, lo cual desearía no descubrir que es fruto de la
elocuencia sino del mal hacer inconsciente, como ocurre en uno de los mayores
hitos de la comedia involuntaria, The Room (2003, Tommy Wiseau). Pero
centrado en su labor dentro del campo de la imagen fija, el follógrafo se
presentó proyectando algunos de sus trabajos fotográficos paralelos a la serie
que quería mostrarnos y a la que destinaba su participación en este ciclo de
otras representaciones del cuerpo que organizaba el profesor Cerón.
Como “análisis de uno mismo” y como “visión crítica de lo que
has hecho”, el follógrafo introduce lo que adelanta es un proyecto a
largo plazo, una propuesta personal, en la que ha volcado más de quince años.
Como más adelante señala, tiene un origen sin premeditación, en torno a 2001 y
2002 comienza a fotografiar con una cámara digital pese a que aún persistía la
hegemonía de la fotografía química. Según comenta, su cámara era, por aquel
entonces, de las primeras digitales en salir en venta. En esta época fotografía
sin intención de exponer, sin pretensión alguna ya que su campo, destaca, era
el audiovisual. Será a raíz de un taller sobre preparación de proyectos
impartido por Paco Salinas cuando este fotógrafo y celebrado gestor cultural
murciano le señalaría una constante en sus fotografías. Una constante de la que,
ya previamente a su ponencia apoyado por el profesor Cerón, el follógrafo
genera expectación, un aura misteriosa, hablando de que su trabajo parte de la
representación de una parte del cuerpo como protagonista muy despreciada, fea e
incómoda. Una parte que, pese a la pornografía que pretendía verter sobre su
propuesta, se trataba ni más ni menos que de pies. Y a través del chiste fácil
y de unos jocosos malabares verbales, titula su propuesta Pie de foto o Podografías,
no me quedó claro.
Amparándose en citas que perfectamente podríamos ubicar en la
parte trasera de los sobres de azúcar como “deja de buscar elementos bonitos
que fotografiar. Encuentra elementos cotidianos que puedes transformar”,
construye un discurso genuino con el que juega con conceptos como la mirada, el
juego plástico -texturas- de los pies, los prejuicios y la radicalidad de su
fijación hasta la saciedad. Una radicalidad que, como buen follógrafo,
se avala en criterios de transgresión artística propios.
Admitiendo no haber realizado un estudio exhaustivo acerca
del prejuicio sociológico en torno al pie y su representación en la historia
del arte, si he de decir personalmente y a través del consenso general con la
clase, amigos y allegados, no existe un prejuicio tan fuerte y arraigado como
el que pretende mostrarnos el follógrafo. De hecho, tanto en la
publicidad como en el cine, los pies han ido tomando una fuerte presencia como
sinécdoque erótica, especialmente perceptible en directores como Luis Buñuel o
Quentin Tarantino (Moral, 2017) si nos remitimos a títulos como Viridiana (Buñuel,
1961), Tristana (Buñuel, 1970), Él (Buñuel, 1953), Death Proof
(Tarantino, 2007), Kill Bill Vol.1 (Tarantino, 2003) o From Dusk Till
Dawn (Rodríguez, 1996). Siendo el caso de Buñuel un fetiche más velado y
sutil en pos de esquivar la censura aún reticente en España, incluso
apocado si lo comparamos con una juventud que engendró Un chien andalou
(Buñuel y Dalí, 1929). Pero otros tantos ejemplos comerciales como Basic
Instinct (Verhoeven, 1992), The Big Lebowski (Coen, 1998), Enter
the Dragon (Clouse, 1973) o Show Girls (Verhoeven, 1995), entre
otras, secundan la normalidad con la que se difunden imágenes eróticas de pies
como un estigma natural de esa parte del cuerpo, algunas películas incluso
desde su propio cartel.
Sin embargo, el follógrafo se desmarca de ese universo
icónico fetichista, haciendo un alegato sobre el desafío de confrontarse a una
estética convencional dominante y convertir en motivo principal algo que, según
defiende, es ignorado. Y es Paco Salinas quien le da la clave al señalarle como
en esas fotografías que comenzaron a principios del 2000, realizadas muchas de
ellas durante sus rodajes, había un incipiente protagonismo del pie en sus
encuadres. Lo que al principio expuso como una cuestión intuitiva, sin
premeditación y pretensión, se transforma ahora en una exposición financiada
por el Ayuntamiento de Bullas en 2003 para la cual, a falta de material, tuvo
que forzarse a tomar más fotografías de pies a contrarreloj y en contrasentido
al germen de su propuesta. Continuando con sus reflexiones acerca de lo bonito,
destaca una fotografía de una actriz de uno de sus cortometrajes, una mujer que
cumple con el estándar atractivo, de la que destaca sus pies en un primer plano
con un abrupto escorzo. Un pie que, según describe, no es tan atractivo y se ve
sucio, aspectos que, personalmente, no terminaban de percibirse, mucho menos
destacables. Tras este ejemplo, el follógrafo nos castiga con más
fotografías de pies supuestamente feos, experimentando, según afirma, con la
abstracción de las texturas de los pies, que actúan como dunas o mapas
topográficos, un aspecto que me parece sugerente como muestran trabajos más
abyectos como la fotografía de Alberto García Alix o Roger Ballen, pero en el
que no profundiza. También nos señala algunas figuras retóricas que explora en
las que nuevamente me remito al aspecto adolescente y escolar que tiene, para
simbolizar, por ejemplo, el amor. En ellas destaca el uso de la perspectiva, la
profundidad de campo y su ya citada acentuada angulación, como un manual de
fotografía amateur, todas ellas, cómo no podía ser de otro modo, en
blanco y negro.
Respecto a los aspectos formales, como ya comenté al final de
la charla, no parecían ser coherentes respecto a la propuesta que concebía. Una
fotografía bonita, cuidada y con un redundante blanco y negro que resta
potencia, a mi juicio, a ese juego plástico que comentaba, un cromatismo que a
menudo esconden las carnalidades de los pies interactuando músculos, venas y
piel y que no explota. Cuenta además que los resultados cuentan con un retoque
mínimo -exposición y contraste- pero en la que era fácilmente perceptible la
mano en la fase de postproducción, artificios, como esa especie de viñeteado o
esa suciedad “maquillada” de los pies, que en el desarrollo de la charla
desdeña con cierta ignorancia sobre la condición de su propia obra. Una
fotografía que se camufla en el muestrario que ofrece una sencilla búsqueda en
Google en la que aparecen sucesivas imágenes con un halo tan impostado, artificial
y falto de convicción que se percibe tan superfluo como cualquier exposición
sobre violencia de género realizada en un instituto o colegio. Unos rasgos tan
empleados, tan repetidos y repetitivos, que sin embargo logran causar
incomodidad al espectador, muy cercano a la categoría estética de lo kitsch,
pero sin esa ironía posmoderna, al menos consciente.
Screenshot de una búsqueda en Google
La profusión de modelos femeninos jóvenes en su mayoría
-téngase en cuenta que tal como aportó como dato objetivo, la media de las
mujeres oscilaba en torno a los treinta años, podríamos decir una edad
estándar- adscribiéndose a esa tradicionalmente occidental tipología pictórica
o, mejor dicho, tema del pintor y la modelo, hacen que su obra entronque con
esta corriente o tendencia artística, muy a su pesar. Es interesante destacar
como el follógrafo desglosa las dificultades que acompañaron a su
“transgresora” propuesta. Medrando, según dice, con los prejuicios culturales y
estéticos y la “reticencia” o “resistencia” de sus modelos a mostrar sus pies,
términos que le chivan dos compañeros de clase y que patentan cierta carencia
de vocabulario por parte del interlocutor, el follógrafo se enfrenta a
la vergüenza y rubor, que yo más bien denominaría sentido común ante el interés
de un desconocido por mis pies. Apartando esa asociación negativa del
fetichismo que, como él afirma, no le interesa, habla de la desconfianza hacia
lo no convencional, el camino hacia el convencionalismo extremo -no ser
desagradable y ya- y de la mentalidad cerrada y provinciana con la que alude a
los murcianos a los que compara despectivamente con los berlineses. En este
punto, presume brevemente de su éxito profesional hablando de experiencias en
países extranjeros y públicos foráneos, invitando a reflexionar sobre el
contexto cultural de cada persona a través de una anécdota con la recepción de
su obra por parte de unos iraquíes, así como de la recepción mediática de su
obra fotográfica, de la que han escrito los periodistas Rosa Belmonte, Gontzal Díez y Antonio Parra, me
imagino que de forma halagadora. Otra anécdota interesante es la de la vecina
marroquí a la que le preguntó, abordándola en el ascensor, interesado por sus
pies con tatuajes de henna, probablemente absorto por el exotismo que para él
podía adquirir su serie. La mujer aceptó ser fotografiada, pero advirtiendo
preocupada “que no se entere mi marido”, un aspecto destacado por el
follógrafo como si se tratase de una particularidad exclusiva de las
mujeres marroquíes casadas. Este alarde de visión global y compromiso
intercultural y feminista, son aspectos comunes a lo que podríamos
circunscribir al ismo que, según Fernando Castro Flórez, ha marcado el
último arte contemporáneo, el oportunismo.
Vamos a proponer una experiencia desde la perspectiva de la
mujer, una historia que, en el plano de la hipótesis, funcione como una especie
de gato de Schrödinger tan real como falso, pero sin duda concerniente al resto
de anécdotas y con un punto de vista distinto al del “artista”. Una chica joven
contacta con el follógrafo a través de su Instagram tras asistir a su
ponencia, una cuenta que él mismo promociona en su presentación de diapositivas
de un diseño tan cutre y arquetípico, como el de algunas plantillas un tanto
horteras que ofrece por defecto el programa PowerPoint, que casa con su
propuesta fotográfica. Interesada en participar contactan, pero al denotar sus
intenciones ocultas decide echarse atrás. La suciedad no existe, lo que existe
es la compulsión a lo limpio (Laporte, 1978, pp. 9-20) pero para follógrafo,
lo que existe es la compulsión a lo sucio controlado, como la falsa pátina de
algunos muebles, unos vaqueros rotos. Una metodología más cómoda ya que si
decimos basura, tal nombre es mucho más noble que la cosa significada, pues
preferimos oírla a olerla (pp. 17-18). Ya sin modelo, el follógrafo
achaca la culpa a la chica y al cómputo social, a la cultura, a la etnia y
hasta a la institución matrimonial y se transforma en mártir por la libertad de
expresión, como un Santiago Segura en defensa de un indefendible Torrente como
Patrimonio cultural, crítico ante lo que llama prejuicios que no es otra cosa
que sentido común y temor ante el trato de un extraño.
Llegando al fin de su exposición, concluye otras tantas citas
que, como naderías, vehiculan un discurso más cercano a lo intencionadamente
motivador y, subliminalmente comprendí yo, sapiosexual. En un turno de
preguntas en el que únicamente intervengo yo para abrir debate sobre su obra
que rápidamente apaga con vagas respuestas técnicas y “datos objetivos” a la
defensiva, se vuelve el silencio. Un silencio que me dejó mal sabor de boca y
es la razón por la que he seleccionado esta charla como reseña, para
profundizar y justificar más ampliamente mi perspectiva de lo presenciado, del
tiempo invertido, de los instrumentos cedidos a este follógrafo tremendamente
nocivo para la formación académica de nuevos realizadores audiovisuales,
artistas, historiadores del arte, gestores, cineastas o, en definitiva,
cualquier estudiante expuesto a este personaje arquetipo del hombre-artista. Un
ridículo vindicador de la transgresión entendida como residuo del romanticismo
(Poggioli, 1964) que alimenta el papel del follógrafo en los anales de
la historia del arte, como anónimo perpetuador de ese masculino y
artísticamente reduccionista legado.
Como moraleja final, siempre cabe ser conscientes de la repercusión y trascendencia de nuestras palabras y pensamiento. Conscientes y responsables de esa consciencia, acompañando esa consciencia con coherencia. Como artistas, ser coherentes con nuestra obra, incluso cuando la falta de coherencia sea precisamente la cualidad principal de la misma. Consciencia y coherencia, atendiendo a un contexto propio, podrían sintetizar los valores con los que cualquier persona debiese emprender cualquier acto artístico o cultural, como esta misma reseña que aquí concluyo.
Sebastián Escudero Ortega, Diciembre 2021.
CABANNE, Pierre. (1963). L'Épopée du cubisme. París:
La Table Ronde, p. 203.
ETXEBERRIA, Ibon. (2014) “¿Ha muerto la crítica? Una
aproximación sociológica a los problemas de legitimación de la crítica
periodística”. Estudios sobre el Mensaje Periodístico. Vol. 20, Núm. 2
(juliodiciembre), pp. 10131028. Madrid: Servicio de Publicaciones de la
Universidad Complutense.
GARCÍA JURADO, Francisco. (2014) “Sobre pedagogos,
pedantes y gramáticos” Reinventar la Antigüedad. Historia cultural de los estudios clásicos. En: Hyphotheses. [En línea]. Disponible
en: https://clasicos.hypotheses.org/698 [Última consulta: 18 de diciembre de
2021].
LAPORTE, Dominique. (1978) Historia de la Mierda.
Valencia: Pre-Textos
POGGIOLI, Renato. (1964) Teoría del arte de
vanguardia. Madrid: Revista Occidente.
PARIS, Reine-Marie, LA CHAPELLE, Arnaud de. (1894). L'Oeuvre
de Camille Claudel. París: Editions d'Art et d'Histoire Arhis/Adam Biro p.
254.
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